Els anys 50, una família de ferroviaris migra de Girona a Onda, Castelló. Us compartim un fragment del llibre que hem publicat amb les seves memòries, plenes de detalls de l’època i alegria de viure, perquè no tenen pèrdua:
En aquella época Onda era un pueblo muy próspero y grande, con muchas fábricas de cerámica. Nuestra casa estaba en la ladera de un castillo, junto con otras casas improvisadas, entre terrenos sin urbanizar. ¡Allí no había ni calle! Dentro, teníamos dos habitaciones, en una de las cuales dormíamos los cuatro hermanos, en una sola cama de matrimonio: dos en una dirección y dos en la otra. ¡Suerte que éramos pequeños y no nos rozábamos mucho de pies! Detrás de la casa había un buen terreno con un corral lleno de animales y un pozo ciego, hecho por mi padre, donde hacíamos nuestras necesidades. La verdad es que nos costó bastante adaptarnos a la falta de baño y agua corriente porque en Gerona habíamos tenido de todo.
Mi padre también compró un campo de naranjos y un burro, llamado Guerrero, para cargarlo de naranjas, vaciar de piedras el huerto y todo cuanto fuera menester. Pero por las noches Guerrero a veces se escapaba y mi padre tenía un buen trabajo en encontrarlo. Para bañarnos, también bajábamos al río, a la fuente de los Frailes. Allí, de paso que lavábamos la ropa, nos echábamos agua encima con los cubos. Excepto en la cabeza, que nos la lavábamos en casa ¡con agua caliente!
En cuanto a mí, por las mañanas mi cometido era coger un cesto y pasar por las fábricas cercanas a recoger el carbón utilizado para cocer los azulejos. Gracias a él, mi madre podía cocinarnos algo. Luego yo bajaba a la escuela y, al mediodía, iba con dos cántaros y un botijo a buscar agua a la fuente. Por la tarde volvía a la escuela y, al terminar, me tocaba ir a comprar vino para que mi padre se lo llevara al trabajo. Pero ¿qué hacía yo? Pues, como a mí siempre me ha gustado mucho el chocolate y las aceitunas, y solo me daban dinero para un litro de vino, pues compraba tres cuartos de litro de vino, rellenaba lo que faltaba con agua y, con el dinero ahorrado, me compraba el chocolate o las aceitunas.
–¡Coño, la Mora cada día bautiza más el vino! –decía mi padre al notar el sabor del agua.
La verdad es que yo siempre he sido de buen comer y siempre me las he apañado para que no me faltara el pan a pesar de la escasez de esos años de posguerra. Por ejemplo, si en el colegio nos daban leche en polvo, yo ayudaba a traer las ollas para que me dieran una ración más grande, para mí o mis hermanos. O si una niña no quería hacer algún dibujo, yo se lo hacía a cambio de algo. Por la tarde, cuando nos daban queso amarillo, si me había ganado alguna porción extra, se la llevaba a mi madre. Incluso, recuerdo a una amiga que se llamaba Agustina, que era de muy mal comer:
–Agustina –le decía su madre por la mañana–, venga, bébete el chocolate.
Yo la esperaba para ir juntas al colegio y no me entraba en la cabeza que no se tomara el chocolate. Pensaba “¡como agarre yo el cazo!”.
Al llegar a casa, a veces mi padre nos traía la corteza del tocino de su merienda. Como había estado todo el día en la fiambrera, estaba revenida. “Hoy os traigo chicles”, nos decía. ¡Y qué contentos nos poníamos! También, cuando mi madre le cocinaba dos huevos fritos y una arengada, mi padre empezaba “pollitos, venga, dónde están mis hijos”. Nos daba un trozo de pan a cada uno y, allí, a mojar con él. ¡Se quedaba sin casi nada, el pobre!
Cuando era lunes yo ayudaba a mi madre a subir la ropa mojada desde el lavadero. Salía de la escuela y ya me la encontraba allí, esperándome con el barreño lleno. Y, como mi padre seguía trabajando de barbero cuando terminaba su jornada en la Renfe, yo era la responsable de lavar el paño de afeitar y el barreño. ¡Y mi padre trabajaba cada día! Por ello, un domingo vino un cura a visitarnos:
–Los domingos es el día del Señor, no se puede trabajar –le dijo a mi padre.
–De acuerdo. Entonces, si yo no trabajo, a mis hijos los alimenta usted.
Y allí quedó todo.