Esta es la historia de Joaquim Domènech, un funcionario que empezó a traficar con oro y terminó por dirigir una red de ámbito nacional. Os compartimos un fragmento de sus memorias.
[…] Por gusto personal, yo tenía una colección de sellos. Eran los años 70 y empresas como Cafisa (Caja Filatélica, S.A.) estaban en su apogeo. Ofrecían la posibilidad de invertir en valores filatélicos y mucha gente especulaba con ello. En un momento determinado, yo vendí mis sellos a Cafisa y, con el dinero, compré un lote de monedas de Franco, cosa muy en boga en aquellos tiempos. Eran monedas de curso legal pero que, por algún motivo, habían salido defectuosas (una figura cambiada, un escudo, un número…). Lo llamaban errores, pero no podían serlo, yo estaba convencido que en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre había alguien dedicado a crear “errores” para cambiar el valor de aquellas monedas. Todavía hoy conservo cientos de aquellas monedas esperando que vengan tiempos mejores.
Entonces pensé que necesitaba un socio, alguien con quien yo me sintiera bien. Éste fue Juan, un amigo del trabajo. Para mí, Juan, era lo más a que yo podía aspirar. Y no me equivoqué, él terminó por sostenerme cuando acabemos en prisión, y yo seré su sustento en la vida normal.
Pues bien, Juan y yo íbamos a la Plaça Reial de Barcelona a vender las monedas. Con decir que allí había coleccionistas que venían de Madrid a vender sus monedas, sin importarles el coste del billete, está todo dicho.
Al poco tiempo nos vino un alemán y nos dijo, en un francés que yo no comprendía demasiado pero suficiente, que él estaba dispuesto a mandarnos Krugerrands para venderlos en la Plaça Reial. Los Kruggerrands son una moneda sudafricana de oro de 22 quilates, muy valorada por aquellos que quieren conservar su capital en oro físico (porque el dinero negro devalúa pero el oro no). Hoy, el valor de una sola Krugerrand va de los 200 a los 1800€.
–Pues muy bien, de acuerdo –le dijimos.
De modo que Juan y yo empezamos con una cantidad pequeña de Krugerrands, en la misma Plaça Reial. Allí montábamos una mesa con un tapete verde y unas faldas que escondían nuestras carteras, donde guardábamos el oro que nos proporcionaba el alemán, y lo vendíamos.
Pero pronto empezó la vorágine, arrastrados por el éxito de ventas y la facilidad con que se producían. Al final el alemán nos hacía envíos de 100 krugers de oro y nosotros los vendíamos a otros comerciantes que los vendían por toda España. Y viajábamos a Madrid, Segovia o donde fuera preciso, y mi familia nos ayudaba. Eso sí, Juan y yo nunca dejamos de trabajar en la oficina, por más que Juan lo proponía.
En una ocasión, uno de los correos que nos debía entregar las monedas cogió miedo de llegar a Barcelona en tren. Y ya nos tenéis a mi padre y a mí cogiendo el tren en Girona, cambiar la mercancía de manos y entrarla nosotros en Barcelona, pasando por delante de la Guardia Civil. Registraron algunos sospechosos, pero nosotros nos salvamos.
En otra ocasión, recuerdo que fui con mi mujer y mi hijo Sergio a París. Una vez allí, yo me dirigí a una dirección que tenía anotada, donde me atendió un hombre. Sin que me preguntara nada, ese hombre me dio un trozo de papel con una dirección escrita y una hora. Me lo guardé y esperé a la mañana siguiente. Entonces fui donde me indicaba el papel y, allí, me entregaron una gran cantidad de francos franceses. La sorpresa fue que allí también había unos pobres hombres que, cuando vieron tal cantidad de dinero, abrieron unos ojos como platos. Yo cogí el dinero y me marché rápidamente al hotel, donde me esperaba mi mujer y mi hijo. ¡Sudé lo mío!
La verdad es que jugar con la suerte era muy fácil porque lo teníamos todo, o casi todo, previsto. Lo que no teníamos era un buen abogado que nos guiase por el proceloso mar en que nos habíamos metido. Sólo que hubiésemos pagado a Hacienda una pequeña parte de lo que nos tocaba declarar, hubiese ido mejor. Pero todavía estábamos en el franquismo y evadir Hacienda, como hacíamos nosotros, no era algo tan excepcional.
Pero en los años 80 llegaron los socialistas al gobierno e hicieron bandera de los impuestos y la persecución de morosos. […] Al fin, una noche de 1984, la policía se presentó a mi casa. Mi señora y las niñas estaban allí. Pero no quiero acordarme muy bien de lo que pasó. Sólo que después me encontré a mi amigo Juan y le dije “¿qué hemos hecho?” y así fue como empezó nuestro calvario. La policía se llevó todo el dinero que teníamos en casa, 53 millones de pesetas, y nos dejaron sin nada. […]