Un escultor ciego

En 1990 el escultor Francisco Zúñiga perdió la vista pero siguió trabajando. Manel Menéndez lo visitó y descubrió su secreto. Nos lo cuenta en su libro “Artistas, caimanes y satélites”:

Zúñiga me recibe en el jardín de su casa con un sombrero de ala ancha. Caminamos a pequeños pasos mientras me comenta las esculturas por entre las que pasamos.

–¿Entonces es usted francés? –me dice–. Algo le debo a su compatriota Cézanne con su regla de las tres eses.

En una carta a Émile Bernard, en los albores del siglo xx, Cézanne escribió: “No se es demasiado scrupuleux ni demasiado sincère, ni se está demasiado soumis a la naturaleza, sino a la idea de sincérité”. A Francisco Zúñiga, yo le añadiría una cuarta ese, la de simplificación.

–Quiero que vea las últimas obras que he hecho en terracota –añade después.

Hace unos dieciocho meses Zúñiga perdió la vista a causa de una quimioterapia. Desde entonces, pasó una depresión hasta que retomó el trabajo. Ahora moldea piezas de pequeño formato con barro de cerámica de alta temperatura. Son unas figuras muy parecidas a su estilo pero mucho más arcaicas, como una especie de revisión de su obra. Resultan fascinantes.

–Cuando uno ya no ve –concluye–, deja de estar preocupado por los detalles y las distancias, y se concentra en la totalidad del conjunto. Así que de pronto el ombligo es poner el dedo. ¡Ya no me obsesiono con la exactitud!

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